domingo, 6 de enero de 2013

La división de poderes. Primera parte. La sociedad civil se constituye en Nación y ésta funda el Estado.


La sociedad civil, y se dice aquí sociedad con el calificativo de civil para distinguirla de la sociedad política, está constituida por los individuos, las familias y todo tipo de asociaciones.

Los integrantes de la sociedad civil se rigen, cada cual, por sus propias normas haciendo uso de su libertad  y haciéndose respetar en sus personas y sus bienes, todo ello bajo una relación de reciprocidad. En cuanto a las normas por las que se rigen podemos distinguir entre primarias o consuetudinarias, convencionales o contractuales y estatutarias o de organización interna, cuando se trata de personas jurídicas, sociedades, asociaciones u organizaciones.

La sociedad civil evoluciona y se vertebra.  Sin embargo los integrantes de la sociedad civil necesitan de algo más que sus propias normas primarias, convencionales y estatutarias para poder sobrevivir en paz. Requieren de un Derecho común guiado por criterios de justicia que armonice las distintas “leyes” particulares y que resuelva los conflictos interpersonales.

En esta necesidad de disponer de un Derecho común a todos es donde comienza a gestarse la Nación, sea mediante la creación de una persona jurídica ad hoc que se encargue de impartir justicia, o sea a través de un sistema de normas procesales a través de las cuales se va a elaborar el Derecho común, prescindiendo o no de la creación de tal persona jurídica especial. Es decir, sea a través de la creación de órganos con potestades para juzgar y legislar, o sea mediante el mero nombramiento de árbitros que sujetos a las normas procesales consuetudinarias o convencionales fijan el Derecho en el caso concreto allí donde se genere un conflicto entre particulares.

En este momento de la historia no aparece el Estado pues los bienes comunes suelen ser comunales y no precisan de una autoridad que no sea la de juzgar por la apropiación o por el abuso en el aprovechamiento de su frutos, pues, siendo comunales, que no estatales, su aprovechamiento es espontáneo, es decir, no está dirigido por nadie. Hasta el momento el aprovechamiento de los bienes comunales no tiene más norma que la costumbre del lugar y, de hecho, no necesita de otro Derecho que lo regule.

La sociedad se transforma en Nación. La Nación es, por tanto, la unidad política de la sociedad civil y comprende a todos los miembros de ésta con vocación de perpetuidad. En la Nación reside la soberanía o poder originario no derivado de ningún otro, no por un acto de voluntad tácito ni expreso, sino por el acontecer de la vida cotidiana, es decir, por la continuidad en las relaciones y la sujeción a unas reglas comunes de justicia aceptadas espontáneamente y que paulatinamente se van transmitiendo y adaptando a las nuevas necesidades.

El Estado es la forma de articulación de la Nación más evolucionada y con esto no se quiere decir que sea mejor ni peor: simplemente más evolucionada. La Nación va construyendo una organización para la elaboración del Derecho, su aplicación y la gestión de los bienes comunes que se van transformando de comunales o aprovechables por cualquiera de manera espontánea, a estatales o cuyo aprovechamiento común es gestionado por otra persona jurídica creada a propósito.

La Nación funda el Estado. Así nos encontramos con que la Nación se ha ido cohesionando y vertebrando por la tradición, no por un acto de voluntad ni por el mandato de algún político o facción de personas arrogantes, que pretenden hacer pasar su voluntad por Ley Divina o Decreto Infalible, como si por dioses se tuvieran.

Por tanto, el proceso a través del cual las Naciones han logrado su cohesión y vertebración ha sido y es  el del ensayo, la adaptación y el aprendizaje, es decir, la tradición. Decir lo otro es de una soberbia antropocéntrica infinita: pues, como acertadamente disponía el artículo 2 de la Constitución de 1812:

“La Nación española… no es patrimonio de ninguna familia ni persona”. 

En las Naciones más evolucionadas, por sofisticadas, no por virtuosas, se ha ido percibiendo la necesidad de crear una organización, también más sofisticada, de las potestades de legislar, de juzgar y de gestionar los bienes comunes. Es aquí donde han ido apareciendo los Estados a lo largo de los siglos, en unos lugares antes que en otros, progresando unas veces y decayendo y transformándose en otros, en función de cual haya sido el resultado del experimento. En algunos casos el experimento fue tan funesto que condujo a la desintegración del Estado llevándose por delante incluso a la propia Nación.

La organización del Estado ha ido evolucionando según las necesidades derivadas de las circunstancias históricas, en forma de polis, imperio, o Estados feudal, absoluto, unitario, federal, monárquico, oligárquico, teocrático, democrático, con mayor o menor intervencionismo de la autoridad estatal, etc.

Las circunstancias históricas impusieron tanto a los gobernantes como a la sociedad civil la adaptación de la organización de su Estado a las necesidades y oportunidades del momento y en función del acierto en la reorganización de esta persona jurídica creada a propósito, unas lograron sobrevivir, otras engrandecerse, otras sufrieron su decaimiento y otras su desaparición o sometimiento a otra Nación que estuvo más acertada, aunque solo fuera por aquello de que “sopló el burro y sonó la flauta”.

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